Desde la primera infancia se comienza a despertar la conciencia del “yo”. Estos indicadores se observan en el propio vocabulario de la infancia que se transforma en “mío” y “tu no”. En las primeras etapas evolutivas, el lenguaje está calado de emociones que consideran iguales a las suyas. El niño todavía no puede comprender que su punto de vista no es sino uno de tantos posibles y proyecta sobre el mundo lo que experimenta él mismo. En esta etapa, surge la culpa y ello puede conducir al auto-rechazo y auto-sabotaje. Mediante la conciencia emocional y el acompañamiento, desde la primera infancia, podemos observar la sensación opuesta a lo que estamos viviendo para poder comenzar así a liberarnos de los miedos. Sentir miedo es algo natural, pero utilizar el miedo y responder al miedo provoca bloqueos que se están proyectando en la edad adulta. Por ejemplo, estamos proyectando miedos infantiles como “separarnos de los familiares”, “quedarnos solos”, “miedo a accidentes o caídas” etc., a la edad adulta provocando así una necesidad constante de aceptación, refuerzo y de “temor a lo que podría pasar”. Por ello, desde el programa EmocionaT-Familia nos invitan a aceptar la posibilidad de que hemos aceptado la indefensión y sin saberlo hemos permitido que ocurra. ¿Cuánto estamos dispuestos a pagar para tener razón? La respuesta a esta pregunta se desvanece cuando la pregunta es razonable.

LA INFANCIA: UNA ÉPOCA DE CONTINUO APRENDIZAJE

La infancia es una época de continuo aprendizaje. Cuando somos niños absorbemos todo aquello que nos rodea y si estas primeras vivencias fomentan el autoconocimiento, la escucha, la empatía, entre otras., nuestra vida emocional posterior poseerá, sin duda, unos cimientos lo suficientemente sólidos para aprender y superar los conflictos.

Las emociones ocupan un papel fundamental desde la infancia ya que presentan una función adaptativa y de conexión con nuestro organismo. Esta conexión se extiende y se aumenta al hacerse presente. Todas las emociones presentan algo en común: “su demencia”. Están compuestas por imágenes que no se pueden ver y por sonidos que no se pueden oír. Pues solo tienen sentido para su hacedor, ya que solo él las percibe. La represión de la emoción impide el movimiento natural y conduce a un estancamiento de los sistemas orgánicos que se alimentan de ella. Psicológicamente hablando, las emociones alteran la percepción, la atención, condicionan nuestras conductas y activan la memoria. Cuando las emociones provocan desorden, la experiencia aprendida y reiterada reduce la carga emocional positiva, lo que conlleva a una disfunción en el sistema cuerpo-mente. Se han realizado muchas investigaciones sobre la relaciones entre padres e hijos, en el plano de la inteligencia general. Sin embargo, en el ámbito emocional es más reciente su estudio. El acompañamiento emocional nos invita a hacer un viaje sobre el para qué y el cómo se canalizan estas experiencias a través de la educación (Toro, 2012).

Los niños, desde la primera infancia, comienzan con cierta relatividad a tener en cuenta puntos de vista diferentes a una misma realidad. En esa nueva faceta, el sistema límbico se rige por pulsiones que son responsables de nuestra vida afectiva y les permiten integra su medio interno con el externo antes de realizar una conducta. Comienzan así a despertar las emociones básicas que les permiten adaptarse a su entorno. “El niño no es niño porque sea pequeño” argumentaba Claparède, “es niño para llegar a ser adulto”. Ese aprendizaje es largo y continuo y es más cuánto más complejo sea el nivel de adulto que quiera alcanzar. El desarrollo afectivo del niño va evolucionando pasando por etapas donde el niño goza y sufre ya que su naturaleza está más en el instante presente. A medida que se hace capaz de desligar un poco las situaciones del momento “presente” llega a comprender que una frustración puede ser momentánea o delegada a otro momento. Siempre que no sea engañado en ese otro momento. El niño, por tanto es capaz de predecir y descargar sus tensiones por medio del juego y de las palabras. En lugar de patalear o llorar, el niño utiliza el juego simbólico regañando a sus muñecos o riñendo a amigos imaginarios. La regulación de las emociones entra en juego y se observa cómo entiende, expresa y regula las respuestas y cómo comienza a tomar cierto control de su vida. Las normas, los valores y el criterio moral, mediante el andamiaje, va tejiendo su ámbito familiar y social en que está inserto.

Alrededor de los 3 años surge la “culpa”, algunos autores argumentan que surge cuando los esfuerzos individuales fracasan (Fenty, Miller y Lampi, 2008). Por ejemplo, se pelean cuando sus hermanos y/u otros amigos no manifiestan sus intereses. Por tanto, podemos observar cómo el niño dispone ya de mecanismos que cuando era bebé eran desconocidos en su mundo. Puede compensar sus penas y deseos desde su mundo simbólico y sentir emociones concomitantes. Todavía no puede dominar sus emociones ya que se encuentra encerrado en sus necesidades, intereses y deseos. Pero, al menos encuentra refugio contra ellas para no incurrir en esa necesidad de afecto. En esta etapa la “ansiedad” es dominante, aunque en general sea confundida por una “gran alegría del niño”. Desde el mundo externo las exigencias son altas y sus necesidades aumentan. El menor observa con peligro su dependencia de su entorno y reclama más atención a las personas que le rodea. Esa llamada de atención se manifiesta con sollozos, con enfados, con caricias, etc. que pretende nutrir su mundo reclamando lo que el adulto “lleno de bienes” le puede ofrecer. El miedo a esa pérdida puede influir en la locomoción, en el habla, en el control de esfínteres, en la higiene, entre otras. El niño necesita afectividad y se va nutriendo de que observa a su alrededor, si son amables, si son fríos y distantes, etc. Sus límites entre yo y los otros todavía no están definido. Si observáramos un dibujo de su familia, posiblemente el niño está situado entre sus padres. Muy probablemente en el dibujo destacaría más a uno de los dos, haciéndolo más grande, con más colores, etc. Es posible que los dibujara en la parte superior de la hoja ya que vive en el mundo de la fantasía. Como la agresividad se hace muy visible en esta etapa, es probable que lo dibujara presando más el lápiz señalando más el cuerpo y la cabeza que las extremidades. Las extremidades todavía están algo alejados de su perfecta comprensión, es probable que todavía esté iniciándose en las simetrías y que el tono muscular no esté disociado.

Hacia los 4 y 5 años comienza a interesarse por los otros, este interés se denota con los juegos cooperativos y con la agresión en los mismos. Su limbidad todavía está en juego (Justicia-Arráez, Pichardo, y Justicia, (2015). De hecho, el “miedo” se denota sobre todo hacia los animales, las tormentas, la oscuridad, las personas desconocidas, los médicos, entre otros. Su mejor antídoto es el acompañamiento emocional reforzándole su seguridad para dotarle de autonomía. Con 5 y 6 años se enfrentan a un mayor desafío “regular sus actos”. Para ello, deben resolver conflictos ya que se inician en los roles que les ayuda a su propia “auto-definición”. Comienzan a jugar a ser padres, a ser una familia con sus reglas, etc. Por ello, es importante aquí un buen modelado de sus familias ya que pueden aprender a resolver conflictos como los resuelven o no sus familiares. Por ejemplo, si les observan a los teléfonos enfadados, el niño imitará la acción jugando a resolver su situación de esa forma. Por eso, es importante comenzar con juegos que les liberen de sus frustraciones y les ayuden a ser más complacientes. Como surge su “capacidad como científico”, en sus juegos aparecen predicciones, supuestos e hipótesis. Como ya tienen la capacidad de predecir cómo surgen las cosas, juegan a suponer y deshacer ideas, por tanto se inicia la etapa de pensar (López González, 2004).

Hacia los 6 y 8 años es importante trabajar las emociones básicas que se van ampliando hacia las emociones universales (Bisquerra, 2006). Los niños comienzan a tener conciencia de ellas. Por ello, en esta etapa se recomienda introducir y reforzar el acompañamiento emocional mediante el baile, la música y la pintura. Todas estas artes les invitan a autoconocerse, expresarse y reforzar su mundo interior y el de los otros. Con 10 y 12 años su mundo se hace más complejo ya que las emociones se mezclan con sus iguales y en su etapa pre-adolescente se hacen más ambiguas y complejas. ¿Qué ocurre en la etapa de Secundaria y Bachillerato? Es una etapa de límites difusos y de necesidades auténticas en unas ocasiones y sustitutivas en otras. Por ello, es importante ayudarles a desmontar sus frustraciones, regular su impulsividad y ayudarles a reflexionar sobre las responsabilidades impuestas. Entonces, cuando llegamos a esta etapa educativa, ¿por qué delegamos o minimizamos su acción? En esta etapa educativa, el alumnado necesita comprender su cerebro, resolver sus conflictos y sobre todo, no delegar su autoconcepto en los refuerzos externos.

El Programa EmocionaTFamilia, ayuda a preservar la salud física y mental afrontado tanto las demandas internas (tales como la alimentación de las emociones), como las externas (tales como las relaciones interpersonales). La indefensión aprendida, las exageraciones, las creencias desalentadoras y los discursos derrotistas pueden reemplazarse, mediante un proceso de “higiene mental”, por sentimientos de calma, confianza, seguridad, y fortaleza psicológica